Dorar la píldora

Desescribir la novelaMónica Lavín

EL UNIVERSALEl mes de julio se acaba, barre con las vacaciones escolares, con una Ciudad de México de traslados más gratos. Agosto se despereza con el regreso a clases, con las lluvias indecisas, a veces torrenciales o agazapadas para dejarnos tardes transparentes. Coincide el fin de mes con el término de mi novela. Le he puesto punto final a un vagón de palabras en el que viajé tres años y me queda la sensación de asombro suspendido. Es el limbo entre el punto final y el momento en que llega el libro, el objeto público compartible, que me abre en canal al diálogo. Sé que cuando lo tenga en mis manos procederá la ceremonia íntima y silenciosa de abrazarlo, de acercarlo al corazón, de susurrarle la bienvenida y el adiós, de recordarle los días y las tardes, los espacios, los cambios de humor, las lecturas, las dudas, las enfermedades, las libretas, los cafés, los funerales, las conversaciones, los abrazos, la alegría y el dolor, las desilusiones, las peleas, los secretos y los viajes que lo preceden, que se disolvieron en su ADN, que sólo yo y él conocemos. Un cordón muy fino habrá de quebrarse cuando comience a hablar de él, nunca antes, o lo menos posible, es cierto, porque se salan, porque ese mundo de palabras es sólo un sueño, el gatear de una criatura, un embrión sin voz. Qué difícil es explicar una novela, porque uno tarda mucho en explicársela a sí mismo (si acaso se la logra explicar). Me gusta la tradición con que se presentan las novelas en los países sajones: el autor lee un fragmento, la prosa habla por si sola, porque como una atarraya de palabras pretende enredar el aleteo de los peces para jalarlos al cantón del mundo ficticio, inundarlos de tanta mentira verdadera.

Pero entre tanto estoy en el limbo y desenrollo el hilo de Ariadna y salgo del laberinto, me coloco en su entrada: en el antes de la novela. Porque fabular un mundo es meterse en problemas, es construírselos y sortearlos, como si no bastaran los de la vida misma. Tiene una razón esa problematización recurrente, la precede una pregunta, un manojo, dudas vitales, y el sino de la subsistencia, la rebelión contra el implacable correr del tiempo, la perplejidad ante la muerte, la velocidad de los días que no permite agrandar los detalles, detenerse en los gestos, recuperar ternezas, reconocer oscuridades. Y queremos hacernos de palabras, faros, linternas para seguir andando. Me solazo en el germen...

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