Fábulas Perrunas

Dios… hazme niñoPor Carolina Rocha MenocalEL UNIVERSAL(Embargada para sitios en internet hasta las 04:00 horas locales de este 24 de noviembre)No soy transexual, pero hubo un momento en que pasé por hombre. Ajá. Lo confieso y no lo niego: su Adelita cambió de sexo. Se llamaba Jorge. El tal Jorge vivió un año. Jorge era mejor chamaco que la niña Adelina. La niña sufrió por años del famoso "bullying", mejor conocido en los 80 y 90 como crueldad o gandallismo infantil. El niño era popular e incluso admirado. Ser hombre fue mejor que ser mujer.Aquí, una pausa y justifico lo dicho antes de ser crucificada.Resulta, querido fabulero, que todo aquello que me hacía fracasar como niña en la primaria, me hizo triunfar como hombre. Mi cambio de sexo no fue planeado, pero su efecto fue sanador y se convirtió en una tabla de salvación para sobrevivir en una escuela demasiado chica e invadida por los prejuicios. Se trataba de una escuelita francesa, de nombre Cours de Madame Durand, cuyo destino final era el ingreso al Liceo Franco Mexicano en sexto de primaria. El Liceo era una escuela masiva, llena de migrantes europeos y de francófilos, con una visión demasiado darwinista del mundo, mientras que el Madame Durand lucía como una versión lait para franco-mexicanos o mexicanos con crisis de nacionalidad -mis hermanas y yo estábamos en esa categoría- que querían preservar ciertos modismos de la tradición mexica y proteger a los chamacos de un exceso de diversidad. Al Madame Durand las niñas llegaban con vestido de encaje español, con zapatitos redonditos de charol y con coletas altaneras montadas en todo lo alto. Todas las niñas parecían robadas de un aparador: Calcetas blancas de tejido calado hasta las rodillas, moños multicolores, colección de Hello Kitty en el morral y loncheras con termo de tapa de taza, una modernidad tan insólita en esos tiempos, que a gritos insinuaban "soy de alcurnia". Traducido al español, una escuela muy popis, pero sin monjas y mixta. Como ya lo he relatado antes, su Adelita siempre fue un estuche de groserías. Los calcetines me venían guangos; los vestidos ocupaban un lugar privilegiado, pero en el fondo del armario, mientras que el pantalón y un par de playeritas deslavadas fueron mi atuendo escolar; las palabras pinche, carajo e idiota (muletillas que por desgracia me heredó mi padre) sazonaban mi léxico; y mis cuadernos eran sucios, mal forrados, sin estampitas, ni leyendas de colores que revelaran que el dueño era...

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